“Los inmortales”, aquella saga de
aventuras y ciencia-ficción que aterrizó en nuestras pantallas a
mediados de los años ochenta, caló lo suficiente como para que
conociera hasta cinco entregas y diversas series de televisión. La
historia ya se sabe: una raza de seres inmortales que navegan por
nuestro mundo a través de los años que únicamente conocen la
muerte si su cabeza es cercenada. Con dos protagonistas claros en la
franquicia -Christopher Lambert primero, Adrian Paul después-, las
virtudes de estas fábulas llenas de acción y romance no son pocas:
desde los soundtracks plagados de temas de Loreena McKenitt o Queen,
hasta los excelentes actores que en un momento u otro intervinieron
en las aventuras: Sean Connery, Virgina Madsen, Michael Ironside,
Mako o Mario Van Peebles, por destacar a unos pocos.
Ahora nos detendremos en la cuarta
parte de las hazañas cinematográficas, datada del año 2000 y que
llevó por título “Los inmortales: juego final”. Concebida en
realidad para conectar definitivamente la principal serie catódica
con los acontecimientos de la gran pantalla, vemos como claramente
Lambert, estrella de las tres primeros largometrajes, le pasa el
testigo a Adrien Paul, quien había triunfado protagonizando más de
cien episodios televisivos. De modo que el argumento es poco novedoso
para los que conocen bien la saga: Connor (Lambert), cansado de su
inmortalidad y ver que aquellos a los que ama van falleciendo se
refugia en un antiguo monasterio, pero su tranquilidad se derrumba
cuando aparece Jacob (Bruce Payne), un nuevo villano deseoso de
convertirse en el último inmortal y así aplicar la celebre frase de
“sólo puede quedar uno”. De este modo, Connor y su amigo Duncan
(Paul) deberán luchar juntos para acabar con el enemigo y con su
ejercito de inmortales.
Con aspecto casi de episodio alargado,
esta cuarta entrega no conoció el aplauso del público ni de la
crítica, convirtiéndose en uno de los peores pasajes de una saga.
Empero, la película contó con el concurso de una estrella muy
querida por los aficionados a las artes marciales, nada menos que
Donnie Yen, que con este filme debutaba en Hollywood e iniciaba una
carrera internacional que, por suerte, continua hoy en día. Yen
interpreta a uno de los rivales principales, un inmortal de
nacionalidad oriental experto en el arte de la lucha cuerpo a cuerpo
y en el manejo de la espada, habilidades que demuestra en la gran
mayoría de sus escenas, pasando a ser, claro, lo mejor de la
propuesta. Dicho de otro modo, cada vez que Yen entra en el metraje,
el interés aumenta y da algo más de sentido al visionado de la
cinta. Por desgracia, más allá de eso el largometraje flojea en
varios sentidos (ritmo, interés argumental... ) y su fama de
“producto fallido” no debe sorprender en demasía. Existe un
montaje alternativo con diferentes escenas adicionales que por lo
visto es superior al original. No lo he comprobado, pero francamente,
dudo que aporte demasiado a este trabajo en verdad poco relevante.
Puntuación: 5/10
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